jueves, 29 de julio de 2010

Recordatorio

(O, por qué no, hilo suelto dejado aquí para quien sepa tirar de él)
Pensar, en estos tiempos de adolescente y encarnizadamente recordar hasta que salte la sangre, en la generosidad del olvido voluntario o, por otro lado, en la elegancia imperial de hacer a un lado la propia biografía. Como los dos más buenos, si no los mejores, de entre nuestros maestros: un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme, mi historia algunos casos que recordar no quiero.

Espabila

Que valen más tus fragmentos deslavazados que miles de folios de otros muchos con más fama te lo dicen, cigarra entre cigarras, los que guardan en la caja fuerte, por si un día su metódica musa no se presentara al llamado diario del articulito o al esfuerzo mensual de otro capítulo para la novela de turno, un buen montón de resmas de papel con valor de cambio reconocido e inmediato en divisas a prueba de vaivenes.

sábado, 17 de julio de 2010

Lo mejor es que pasan los días...

... y esa sonrisa no se borra.

sábado, 10 de julio de 2010

Efectos secundarios de estar en la cumbre

¿A quién coño le interesa el partido por el tercer y cuarto puesto? No consigo entender cómo me he sentado a verlo, todos esos años.

viernes, 9 de julio de 2010

2016

La causa fundamental de este parón en el blog, ya de por sí bastante lánguido, es que me he embarcado en una historia bastante absorbente: la candidatura de Málaga para ser capital cultural europea en 2016. Como el trabajo ha consistido básicamente en escribir y reescribir a toda velocidad, me quedaban pocas ganas al llegar a casa.

Hoy terminamos el dossier y espero que la vuelta a la normalidad incluya escribir por aquí más a menudo.

Les dejo un texto que no hemos usado por demasiado literario, y que creo sintetiza bastante bien el espíritu de la candidatura.


Fragmentos de paraíso

En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo despliega tarde a tarde, para apaciguar la despegada e insaciable curiosidad del Khan, su repertorio de ciudades vistas o imaginadas. Ninguna, entre ellas, más extraña que Pentesilea; ninguna más familiar.

Para hablarte de Pentesilea tendría que empezar por describirte la entrada en la ciudad. Tu imaginas, claro, que ves alzarse de la llanura polvorienta un cerco de murallas, que te aproximas paso a paso a la puerta (...) Si crees esto, te equivocas: en Pentesilea es distinto. Hace horas que avanzas y no ves claro si estás ya en medio de la ciudad o todavía afuera. Como un lago de orillas bajas que se pierde en aguazales, así Pentesilea se expande durante millas en torno a una sopa de ciudad diluida en la llanura.

Cualquier malagueño que viva en el Rincón de la Victoria y trabaje en Benalmádena reconocerá sin esfuerzo ahí su realidad cotidiana. Málaga dejó hace tiempo de ser un término municipal para convertirse en un continuo, una amalgama. Pero el campo ¿dónde está?, me preguntaba hace años, por la carretera de la costa, una amiga criada en las dehesas extremeñas, y yo no es que no supiera contestarle, es que no entendía la pregunta.

Cada tanto en los bordes del camino un espesarse de construcciones de magras fachadas, altas altas o bajas bajas como en un peine desdentado, parece indicar que de allí en adelante las mallas de la ciudad se estrechan. Pero prosigues y encuentras otros terrenos baldíos, después un suburbio oxidado de oficinas y depósitos, un cementerio, una feria con sus carruseles, un matadero...

De Estepona a Vélez se suceden filas indistintas de adosados que son la misma fila de adosados, centros comerciales de cartón piedra o de chapa pintada que son el mismo centro comercial, grumos de caserío precario que no se sabe si son avanzadilla desgajada o resto escapado a la demolición. El ojo distraído registra, a la velocidad del tránsito por la autovía, marcadores de lugar invisibles al forastero que identifican y ordenan en una secuencia las poblaciones: Calahonda, La Cala, El Chaparral... Abajo, junto al mar, las cosas aún obedecen a una memoria que hace las veces del orden que nunca hubo –Torre del Mar, Benajarafe, Chilches–, pero sobre la tira de asfalto que serpentea entre montes sembrados de cemento (las vallas protectoras, invirtiendo su función, esconden al conductor la proliferación inconcebible de chalets como tumores) los mecanismos de identificación se hacen más indirectos y referenciales, más innecesarios también. Los Boliches, Torreblanca, Carvajal (Malibu, Santa Monica, Venice) son sólo nombres en los carteles, hitos mentales en un recorrido que sólo entiende de origen y destino.

Las gentes que uno encuentra, si les preguntas:--¿Para Pentesilea?-- hacen un gesto circular que no sabes si quiere decir: Aquí, o bien: Más allá, o Doblando, o si no: Del lado opuesto. –¿La ciudad? – insistes en preguntar.
Nosotros venimos a trabajar aquí por las mañanas– te responden algunos, y
otros: –
Nosotros volvemos aquí a dormir.
--¿Pero la ciudad donde se vive? –preguntas. –Ha de ser– dicen– por allá, y algunos alzan el brazo oblicuamente hacia una concreción de poliedros opacos, en el horizonte, mientras otros indican a tus espaldas el espectro de otras cúspides.

De vez en cuando una curva, al cerrarse, deja ver entre un mar de bloques iguales de ladrillo el perfil de una cúpula, la corona verde incandescente de un jardín tropical, el arranque truncado de un bulevar que se adivina amplio y amable o el golpe triangular de acuarela de los veleros en la bahía, y descubrimos o recordamos que nos ha sido dado habitar una sucursal del cielo. Basta un golpe afortunado de volante, un cambio súbito de planes, el regalo de una tarde sin teléfono para gozar del milagro intermitente. Fragmentos de paraíso aguardan a la vuelta de la esquina al que sepa dejarse ir y reconocerlos.

Esta secreta certeza que nos pone a los nativos una media sonrisa en los labios cuando alguno desgrana el rosario de fracasos y carencias (pero son papeles alternos, otro día desgranaremos nosotros y aquél sonreirá) tal vez sea nuestra peor enemiga. Si la traza inconexa, la extensión sin centro, la indefinición espasmódica de los movimientos por un plano ilegible no acaba de percibirse como un mal que corregir es seguramente porque en los espacios que deja esa trama incompleta cada uno encuentra sitio para una vida modestamente feliz.

Si escondida en alguna bolsa o arruga de este mellado distrito existe una Pentesilea reconocible y digna de que la recuerde quien haya estado en ella, o bien si Pentesilea es sólo periferia de sí misma y tiene su centro en cualquier lugar, he renunciado a entenderlo.

El lector habrá percibido hace rato que no estoy hablando –sólo– de barrios y carreteras. La desarticulación de la ciudad alcanza a las ideas, los proyectos, las iniciativas o la propia percepción. Encastillado en su jirón de ciudad, el malagueño no ve más allá de la siguiente curva y se rinde a la falsa evidencia de que somos un páramo de inactividad (mientras que desde fuera nos perciben en ebullición). La unidad de propósito, la firmeza identitaria que en las ciudades amuralladas y compactas permite movilizar a la población -como un solo hombre- a golpe de slogan o acontecimiento nos resulta ajena, incomprensible, antipática incluso: aquí cada uno ha hecho siempre la guerra por su cuenta. Pero la dispersión de esfuerzos disipa casi totalmente los rendimientos: la ciudad sin límites podría devenir así, por ley de termodinámica, ciudad paralítica a pesar de toda su energía. ¿Habrá entonces que dejar de ser lo que somos, tallar la ciudad hasta encontrarle un núcleo diamantino y tirar lo que sobre?

Tal vez haya otras maneras. Sabemos que en esta Pentesilea mediterránea y bastarda, continua y desarticulada hay –no escondida entre los pliegues, no sepultada por lo indistinto, no secreta sino más bien presente al trasluz, simultánea, sobreimpresionada- una ciudad espléndida y memorable. Pero no somos ni seremos nunca, nos dicen, como Verona, o Brujas, o Santiago de Compostela. No hay un tramo de ciudad ininterrumpidamente hermoso, ni ceremonia ajustada a un canon, ni gesto de finura que no pague algún peaje –como si así purgase una culpa inexistente- a la vulgaridad.

No se trata de terminar la ciudad, de fijar su belleza elusiva en un dibujo ceñido y compacto ni de soldar una por una las junturas posibles del mecanismo desarticulado. Se trata más bien de insinuar un rumbo común, de insertar unas cuantas rótulas, de encontrar maneras espontáneas y fluidas de ocupar los huecos y reparar los costurones. Si logramos que, como un puñado de limaduras de hierro que en presencia de un imán enfilan de repente la misma dirección, estos fragmentos inconexos de paraíso se pongan a trabajar juntos, habremos logrado nuestro objetivo.