Cuando Ulises vuelve a Ítaca después de veinte años de padecimientos y aventuras, está convencido –imagina Milan Kundera- de que sus paisanos lo acosarán a preguntas. Al fin y al cabo no ha habido lugar, en todo este tiempo, donde pasara una noche sin que le pidieran que contase su historia. Se suceden los días, sin embargo, y nadie parece interesarse por los encantos de Calipso, la ira impotente de Polifemo o el espanto indecible del paso entre Escila y Caribdis. Más bien le cuentan a él, incansablemente, todo lo que ha sucedido en la isla en estos años: las hijas de sus primeras novias están ya casadas, los pleitos por las lindes siguen sin resolverse, hay un proyecto para ampliar la dársena pero quién sabe. Se diría que tratan de borrar, con ese relato interminable y anodino, la huella de esos años de ausencia que lo han convertido en otro.
En La ignorancia, última por ahora de sus novelas, Kundera disecciona las trampas del retorno. La narración fluye, como de costumbre, con lúcida y distanciada facilidad, pero al viajero le parece distinguir en ella, entreveradas, hebras de un rencor mal resuelto. Hace poco ha sabido, leyendo una conversación entre Philip Roth e Ivan Klima, de la sorda animadversión con que los escritores checos reciben a su exitoso compatriota. ¿Envidia? Klima lo descarta con patriarcal ecuanimidad, pero sus explicaciones suenan penosamente difusas e inconsistentes hasta que roza, con mil cuidados, el núcleo duro de la resistencia: ha perdido contacto con la realidad checa, su visión es la de un extranjero. Nos abandonó, querría decir y no se anima. No ha vivido los tiempos duros y ahora viene a contarlo. Se percibe casi físicamente la incomodidad con que el norteamericano cambia de tema, como quien se ha asomado sin querer a una turbia disputa de familia.
Es difícil entonces no entender la novela como un ajuste de cuentas. Irena se encuentra con sus antiguas amigas en un restaurante de la Ciudad Vieja. Ha llevado una caja de buen vino francés, pero ellas se lo rechazarán sin miramientos: no sabríamos apreciar ese vino tan caro, donde esté una buena cerveza... Este desplante que a ella, empeñada en mantener un muy kunderiano distanciamiento, le hace mucho menos daño que al lector, se va a erigir en clave de todo lo que separa al exiliado de quienes se quedaron. Haga lo que haga, nunca volverá a ser de los suyos, y la melancolía final del asunto estriba en que no es culpa de nadie. No podía haber sido de otra manera: es la Historia la que condena al exiliado a pasear como un extranjero por calles que un día fueron suyas. El anhelo romántico que en veladas de guitarra y alcohol barato (yo pisaré las calles nuevamente) alimentó nostalgias y esperanzas no era, nos dice Kundera, realizable. Nadie pisa dos veces la misma calle.
Queda la mirada, una mirada desdoblada y ambigua que no es ya la del ciudadano que fue pero tampoco la del recién llegado que en su enamoramiento ocasional pretende a base de impresiones rápidas y datos dispersos hacerse (¡nada menos!) con el alma de la ciudad. Irena pasea por el barrio de su juventud:
Se detiene en la acera, repentinamente cautivada. Bajo el sol de otoño aquel barrio con jardines sembrados de pequeñas casas revela una discreta belleza que la sobrecoge y la incita a dar un largo paseo.
Vista desde donde pasea ahora, Praga es un largo echarpe verde de barrios apacibles, con pequeñas calles jalonadas de árboles. Es esa Praga la que le gusta, no aquella, suntuosa, del centro; esa Praga surgida a finales del siglo pasado, la Praga de la pequeña burguesía checa, la Praga de su infancia, donde en invierno esquiaba por callejuelas que subían y bajaban, la Praga en la que los bosques circundantes penetraban secretamente a la hora del crepúsculo para esparcir su perfume.
¿Hay menos precisión en el conocimiento, es la mirada menos afectuosa o atenta, pertenecen menos esas calles entre bosques a la exiliada que a sus compatriotas? No, por cierto. No hace falta que el autor la distinga tan empeñadamente de la grey forastera. Ningún visitante, ningún viajero por sentimental o ilustrado que sea puede mirar así, con ese aire de tranquila posesión; ningún paseante visible o invisible es capaz de plantarse frente a la ciudad como una parte de ella, ajeno a la avidez y a la sorpresa. Pero –y ahí está la insidiosa, insalvable grieta- alguien que hubiera vivido allí toda su vida no se detendría, repentinamente cautivado, a ver cómo atardece sobre la ciudad.